Aunque casi siempre de un modo latente, la figura de Rousseau fue una presencia constante en la obra de Deleuze. No habiéndole dedicado un gran libro, como a otros filósofos de su talla, este curso de 1960, cuyo resumen mecanografiado publicamos por primera vez en castellano, se convierte en un documento de inmenso valor. Constituye, junto con un brillante fragmento de veinte años después, que lo acompaña en esta edición, la lectura que este nos dejó del pensador del Contrato social.
Sin embargo, justamente esta lectura excede con mucho al Rousseau que habitualmente se nos presenta, el de una filosofía política desnuda, en su aspecto formal y comparativo con el resto de las teorías jurídico-políticas. Más bien se alumbra -y es siempre un alumbramiento cuando Deleuze lee- una ética rousseauniana, donde se descubre tal vez a espaldas del pensador un tono spinozista, algo así como un sonido que hay que saber oír o tocar.
Y entonces el Rousseau que emerge se completa con lecturas muy precisas de fragmentos del Emilio, las Confesiones y La nueva Eloísa, también de cartas y pequeños manifiestos. Y lo que emerge de esta lectura es un pensamiento de la situación concreta, allí donde la moral da paso a una ética. Contra el dualismo del interés y la virtud, su confluencia materialista: instaurar situaciones donde ya no tengamos interés en ser malvados (lo contrario de una sociedad).
Así el paseante solitario que es Rousseau, entre la bondad original del estado de naturaleza y la ensoñación del puro pasaje del tiempo, nos presenta lo que quizás sea su aporte más radical, el materialismo del sabio, que da título al libro que siempre quiso escribir. Cuando no se puede estar solo, porque ya no somos ingenuos o todavía no lo suficientemente inocentes, una acción selectiva sobre las situaciones concretas vinculada a los modos de existencia que habilita.
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