Cuando se publicó El retrato de Dorian Gray, la crítica moralizante no dejó de acusar a su protagonista de ser una figura satánica, corrompida y corruptora, sin comprender que era el héroe de una novela que reflejaba la fatalidad de los románticos. Oscar Wilde había querido hacer de la belleza un refinamiento de la inteligencia, y para ello sumió a su protagonista, Dorian Gray, en una atmósfera de perversión dominada por el arte y los poderes de un misterio que está más allá de la realidad: gracias a los dioses, el culto a la belleza puede trasladar las huellas del paso del tiempo a un cuadro, mientras el rostro de Dorian Gray permanece inalterado e inalterable. Un clásico ineludible.
Dorian Gray es inmortalizado en un retrato por un afamado artista plástico, Basil Hallward. El retrato parece albergar dentro de sí a la mismísima juventud, como si tuviera el poder de detener el tiempo y concentrar la belleza y la gracia de los años dorados del joven en el lienzo pintado. A este punto, el artista piensa y sabe que esta es su mejor obra. Que este cuadro representa un giro absoluto en el curso de su carrera y que Dorian, como su objeto, es la causa de dicha revolución y, por lo tanto, su arte sólo es capaz de existir a causa de él. A partir de aquí se desarrolla una profunda reflexión sobre la figura del doble y sobre la compleja relación que existe, necesariamente siempre, entre el artista, el objeto representado y su representación. Como bien lo ha dicho Hallward, todo retrato que se precie de serlo habla más de su artista que de su objeto, y el retrato de Wilde no podía ser una excepción. Su retrato, plagado de las frases célebres que su ingenio supo tallar con maestría, de un humor agudo y siniestro, de una honestidad adelantada a la hipocresía de su tiempo, permanece intacto hasta el día de hoy.