Innumerables son los relatos que hay en el mundo. Existe, en primer lugar, una variedad prodigiosa de géneros, distribuidos a su vez entre sustancias diferentes, como si toda materia le fuera buena al hombre para confiarle sus relatos: el relato puede ser transmitido por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen, fija o móvil, por el gesto y por la combinación ordenada de todas esas sustancias; está presente en el mito, la leyenda, la fábula, el cuento, la novela, la epopeya, la historia, la tragedia, el drama, la comedia, la pantomima, el cuadro pintado (piénsese en la Santa Úrsula de Carpaccio), el vitral, el cine, los cómics, las noticias policiales, la conversación. Además, en estas formas casi infinitas, el relato está presente en toda época, en todas partes, en toda sociedad; el relato comienza con la historia misma de la humanidad; no hay ni ha habido jamás en ningún lado un pueblo sin relatos; todas las clases y todos los grupos humanos tienen sus relatos, y muy a menudo hombres de cultura diversa e incluso opuesta los disfrutan por igual: el relato se burla de la buena y de la mala literatura: internacional, transhistórico, transcultural, el relato está ahí, como la vida.
¿Debemos deducir de semejante universalidad que el relato es insignificante? ¿Que al ser tan general no nos queda nada para decir al respecto, salvo describir modestamente algunas de sus variedades, harto particulares, como lo hace a veces la historia literaria? ¿Pero cómo abordar incluso esas variedades, cómo fundamentar nuestro derecho a distinguirlas, a reconocerlas? Roland Barthes
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