En la tarde, después de regresar a la finca, Lilia, Benjamín y yo, que éramos los más grandes, subimos al mirador a darle el último vistazo a Zapatoca desde lo alto y a escuchar las campanas de la iglesia llamando a misa de seis de la tarde.
Papá no subió con nosotros, porque hacía un ventarrón muy fuerte y él seguía con mucha tos, dolor de cabeza y de espalda; se quedó cuidando de los más pequeños.
Nos acompañó mamá que estaba tristísima; nos sentamos en una gran piedra y nos quedamos en el mirador, envueltos en una cobija y abrazados a mamá, cerca de una hora.
Queríamos eternizar el paisaje que era hermoso: la Luna en pequeño cruasán se posaba sobre la torre de la iglesia y hacía ver mucho más hermoso el campanario; el cielo estaba completamente azul y muchas estrellas titilaban como pequeñas lamparitas, iluminando nuestra linda villa.
Éramos muy chicos, siete, seis, y cinco años, pero como a mamá, nos gustaba vivir cerca de Zapatoca; tampoco entendíamos muy bien por qué teníamos que abandonar este sitio tan hermoso; pero papá había dicho que no había otra solución y su palabra era sagrada.
Aquella tarde nuestras ilusiones de vivir cerca del pueblo quedaron enterradas, al menos por unos años, como la pobre vaquita accidentada, pero ella sí enterrada allí para siempre.