La ciencia a la luz del misterio o La larga siesta, como también podrían haberse titulado estas contemplaciones especulativas en torno al tiempo y su aparente elasticidad, la música y el arte en general, es un ensayo en el más digno sentido de Montaigne, pues en él Víctor Nubla reflexiona sobre sus cosas –en especial sobre la música–, y por la tanto sobre sí mismo, a menudo “por el aspecto más inusitado”. De ese modo devuelve el misterio, que es una forma de la belleza, a tantísimos avances e inventos de la humanidad.
Pero –¡atención!– no se trata de volver al pensamiento mágico, que era el de Kruesi cuando pidió a Edison grabar algo en alemán para comprobar que el fonógrafo no solo funcionaba en inglés. Muy al contrario, si Nubia explica cómo al escuchar música ejercitamos el órgano de la premiosidad y nos recuerda que la ficción produce realidad, y si examina el hecho de que cualquier niño en edad escolar sabe “distingue y nombrar los colores y las formas geométricas” pero no cuenta “con palabras para designar los valores sonoros de lo que escucha”, todo esto lo hace como heredero sensible pero racional de la ilustración, suspicaz ante la función que asignamos al arte cuando afirmamos que los cavernícolas eran animistas y nosotros no pero no por ello dejamos de representar “dinosaurios que hablan, osos con corbata, elefantes que vuelan con las orejas y cosas así”. En cualquier caso, “hay sonidos y voces que damos por muertos” y que tal vez se hayan registrado accidentalmente en otro tiempo, y podrían estar esperándonos si tratamos de encontrarlos, como hace el autor en esta personalísima historia de la cultura.