El aedo y los colores, el ensayo que abre el libro, indaga el viejo supuesto de la correspondencia de las artes, de un origen, un desarrollo y un destino común; círculos y variaciones, sobre el eterno retorno y la conjetura del teatro dentro del teatro, parece menos un aplicado raciocinio que un divertimiento metafísico: un plagio más a Borges; El ruiseñor y la alondra, inspirado por un diálogo de Romeo y Julieta en el balcón sobre el jardín de los Capuleto, sostiene que la apreciación estética es hija de la memoria y el deseo, y que los fulgores reales de la obra de arte nos están vendados; la locomotora y el silencio reflexiona sobre el diálogo entre el arte, la tecnología y la cultura del siglo XX, las vanguardias que nacieron entre un mundo que se desmoronaba, la crisis recíproca de los lenguajes artísticos y del clima mental. El último ensayo, Irás errante por las soledades, que habla de la soledad como una suerte de embriaguez, y que gira alrededor de Leonardo da Vinci, Goethe y Holderlin, es una interrogación del inquietante mito de Fausto, ese mito que se ha apoderado de la imaginación de las generaciones y que ilustra los desafíos del artista creador.