El 9 de febrero de 2014, durante uno de los veranos más tormentosos que se recordarán en las costas del Uruguay, muere Alejandro, 31 años, salvavidas, alcanzado por un rayo mientras dormía en una casilla en Playa Grande. “Tendría que haber sido yo”, dice el protagonista, el hermano mayor, el pesimista, y no Alejandro, que vivía la vida como quería, como venía, que explotaba de felicidad.
Así comienza este relato en el que la memoria se entrecruza con la ficción en una exploración del vínculo fraternal y el duelo en el seno íntimo de una familia. Un viaje que lleva al narrador, despiadado consigo mismo, a enfrentar lo más oscuro de sí: sus obsesiones, sus perversiones, sus mezquindades, pero también aquello que puede redimirlo, la literatura.
¿Cómo narrar el dolor?, ¿hay una lógica de la muerte?, ¿se puede racionalizar o razonar la muerte? Razonar la muerte es repetirla, o liberarse. Porque la muerte, como experiencia, al final es solo eso, nada del otro mundo. El dolor no se puede decir en presente, solo puede ser pasado; sin embargo, Mella elige narrarlo en tiempo futuro, como si todo lo malo fuera a ocurrir, indefectiblemente, pero más adelante, hasta que algo le recuerda que el futuro llegó hace rato.