Diversas son las rutas que se han recorrido para comprender el lugar del arte en el complejo mundo de las culturas. La preocupación no solo se restringe a la premisa –suficientemente soportada– que sostiene que las producciones artísticas configuran, al lado de otras, uno de los registros más valorados, e incluso con mejor reconocimiento de la actividad humana. Más allá de esta pretensión, los estudios recientes se han ocupado de despejar aquellos filones que particularizan los sentidos involucrados en tales prácticas, rastreando, en esta intención objetivadora, las señas de un “saber–hacer” que problematiza de manera constante, por lo menos, cuatro ámbitos de la experiencia humana: el del creador, el de la obra, el de las mediacio nes y el de los espectadores. Al configurarse como ámbito de despliegue de un particular “saber–hacer” humano, las producciones artísticas han contribuido a con–formar registros, gestos y acontecimientos a partir de materialidades, apuestas configuradoras y modos de relación, cuyo valor cultural se hace cada vez más cercano a la noción de “saber” desarrollada por Foucault (1985) como “dispositivo de enunciabilidad y de visibilidad” que se patentiza en diferentes prácticas humanas y productos formados en los que intervienen y se actualizan relaciones de fuerza que “gozan de una espontaneidad y una receptividad específicas”. En este sentido, mutar, disgregarse en su unidad, multiplicarse en su expresividad, son manifestaciones de la autonomía de movimiento que han alcanzado las prácticas del arte a través de la historia y la demostración de que nuevas formas de producción simbólica y de creatividad, han penetrado su campo y por ende, redefinido su lugar teórico y su valor pragmático.