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Anecdotario de mis guerras

Escrito por
Publicado en Cultura
Visto 3215 veces
19
May
2020
Desde las entrañas del M19 y sus batallas

En "Anecdotario de mis guerras" (Editorial D-Eme-Moria), Javier Correa Correa cuenta cómo fue su vida como integrante del grupo M19, cuáles fueron las razones que lo llevaron a hacer parte de aquella guerra, y cuáles, los aprendizajes que le dejaron tantas batallas.

Era otro mundo. Otra Colombia. Eran otros ideales, otros valores y otros sentidos de solidaridad. Parecía que todo se iba cayendo a pedazos. Que lo que decían, todo lo que decían los diarios y las emisoras y los tres canales de televisión, era mentira. Y en parte, lo era, pues los medios eran de los mismos dueños del país, y el país estaba en manos de los mismos de siempre, con los mismos apellidos y consejos para mantener el poder que se iban transmitiendo de padres a hijos y a nietos, en las horas del almuerzo o de la comida, muy lejos de la educación institucional, que estaba impartida por ellos mismos. Parecía un círculo vicioso, santificado por algunos curas de la misma institucionalidad desde el atrio de sus iglesias, y sellado en papel oficial por los notarios del sistema. A veces cambiaban algunas cosas para que todo siguiera igual. Para que lo importante siguiera igual.

Así iba el mundo, muy a pesar de algunos personajes y de uno que otro brote de inconformismo, y así iba Colombia. Lo que ocurría realmente sólo se sabía por debajo, muy por debajo de la oficialidad, en las universidades públicas, en los bares, en cantinas de mala muerte, entre cervezas, rones y aguardientes, o en la clandestinidad. Y lo que ocurría ralamente eran la pobreza, la injusticia, la falta de todo, la opresión, y más allá, la trampa, la viveza. Por eso, por todo eso, unos cuantos hombres se armaron en los años 50 y 60, y otros más decidieron seguir el ejemplo en los 70, bajo el pretexto de que el poder de siempre se había robado las elecciones presidenciales de 1970, para seguir manejando el país según sus conveniencias. Era un pretexto, nada más que un pretexto, una chispa que encendiera toda la pólvora.

“Marguerite Yourcenar decía que la objetividad periodística es una añagaza, un artificio para atraer víctimas con engaños, una mentira completa. Oriana Falacci afirmaba que el supuesto dilema entre la objetividad y subjetividad se resuelve con una sola apalabra: ética. esas cinco letras, contenidas en tres sílabas, han regido mi vida y, por lo tanto, mi actividad periodística. Cuando el 11 de junio de 1981 ingresé al periódico El País, de Cali, imaginaba una carrera plena de trabajo que le aportara a la democracia en mi país, y que sirviera de ejemplo a la presente y futuras generaciones. Los sueños de todo ‘currinche’, que una década después fueron cuestionados por una encopetada señora metida a decana de una facultad de periodismo, quien me preguntó con desfachatez: ‘Usted todavía piensa así?’”

Y la chispa fue cuando Gustavo Rojas Pinilla perdió la presidencia ante Misael Pastrana Borerro, el 19 de abril del 70. Hubiera podido ser cualquier otra la razón. Puestos a profundizar, no era lógico que el pueblo-pueblo se aliara con un exdictador como Rojas, más allá de que para las elecciones se hubiera unido a un partido político, La Anapo (Alianza Nacional Popular), y se hubiera disfrazado de pueblo. No era lógico que un grupo cuyo máximo lema era la solidaridad, la cadena de los afectos, como los llamaba uno de sus fundadores, Jaime Bateman Cayón, saliera en defensa de un hombre que en sus tiempos, cuando se tomó el poder en 1953, o cuando los poderes más grandes lo utilizaron para que se tomara el poder, del 53 al 57, había perseguido a los estudiantes y había dado orden en varias ocasiones de exterminar a los disidentes.

Igual, la historia se escribió bajo el pretexto del robo de las elecciones del 70, y por aquel hecho histórico, o amparado en él, surgió el Movimiento 19 de Abril, que luego de una campaña publicitaria que incluyó volantes y megáfonos en las calles, sería conocido como M19. Algunos de sus fundadores y de sus primeros integrantes, como Bateman, como Carlos Pizarro, habían surgido de las Farc. Otros se habían alineado en torno a las ideas de cambio del mismo Bateman, de Álvaro Fayad, y luego, de Pizarro. Después, según fueron pasando los días, los meses, los años, las batallas, las ideas, las canciones, los poemas, los fusiles, las muertes y la vida y tantas cosas más, a los primeros se les unieron cientos y cientos de universitarios y trabajadores hastiados de lo de siempre: las reglas, el poder y los mismos apellidos, el desprecio, las imposiciones, la humillación. En últimas, lo que consideraban La injusticia.

“Fue lo que podría llamarse mi primera rabia política, que marcó el resto de mi vida. Recuerdo el día: martes 11 de septiembre de 1973, aunque no sé la hora. Tengo la certeza de que era el primer experimento de hacer la revolución por las buenas, sin balas, como se dice que son las democracias. O la democracia, vaya uno a saber si es una sola, como nos dijeron después en el colegio y la universidad. Aunque esa supuesta democracia fue fruto, precisamente, de un alzamiento armado al frente de la cárcel de La Bastilla. Pero esa es historia más remota y su final no se puede decir que haya sido muy positivo, si piensa uno en ese espantoso aparato de la muerte llamado guillotina o en la autoproclamación como emperador por parte de un tipejo que escondía su mano en la casaca (…). A mis 14 años, poco yo había escuchado del presidente Salvador Allende”.

Allende había ganado las elecciones libres en Chile en 1970, y se había convertido en el primer presidente socialista elegido por el pueblo en América Latina. Era un médico que hablaba del ser humano y de la humanidad, y que le apostaba a un cambio radical en las condiciones sociales de los chilenos, y si se lograba, de todos los latinoamericanos, pero sus ideales iban en contravía de las conveniencias de los dueños del mundo y de las altas clases de su país. En la mañana del 11 de septiembre, las Fuerzas Militares que lo tenían cercado le ofrecieron a Allende un avión para que viajara a donde decidiera, luego de que comenzaran a bombardear el Palacio de La Moneda. El presidente se negó a cualquier tipo de arreglo. Según Interviú, “Las transcripciones de las conversaciones que el 11 de septiembre de 1973 intercambiaron por radio los militares (publicadas en exclusiva por Interviú n° 539), dejan en claro que los golpistas siempre tuvieron la intención de asesinar al presidente y con él a toda su familia. La idea de ofrecerle un avión a Allende para que, con sus más íntimos, se dirigiera a cualquier punto del globo, era sólo una patraña:


—Que se caiga ese avión... —se le oye decir, claramente, a Pinochet.

—¿Cómo que se caiga?

—Que se caiga, que lo bombardeen, que tenga un accidente... Cualquier cosa, pero hay que matar a ese marxista conchesumadre”.

La tragedia terminó con varios muertos, con el cadáver de Allende tirado en un salón de La Moneda, y con la llegada al mando de Pinochet, que era como decir, de los grandes empresarios del país, de la antigua aristocracia, de las fuerzas armadas, de la CIA y de algunos sectores de los Estados Unidos. América Latina era un polvorín.

“Yo vivía a escasas cuadras de la Embajada de la República Dominicana, ubicada sobre la Avenida 30 con calle 47. Cuando los noticieros de televisión informaron acerca de la toma (27 de febrero de 1980), con una compañera de la universidad nos dirigimos a lo que fue conocido como ‘Villa Chiva’, donde se congregaron los periodistas de todo el mundo, quienes durante 61 días cubrieron la información hasta cuando el comando salió en un avión hacia Cuba. Con una cámara aficionada tomé fotos del lugar y del momento en el que sacaron el cuerpo sin vida del guerrillero Carlos Arturo Sandoval Valero, ‘Camilo’, de 17 años de edad, quien no alcanzó a ingresar a la sede diplomática pues recibió un disparo en la espalda. En la universidad amplié las fotos, que publiqué en un reportaje gráfico en el periódico, en lo que constituyó mi primera experiencia como corresponsal de guerra, de la que años después encontré un testimonio, pus en el diario El Colombiano, de Medellín, habían publicado una foto de los periodistas dentro de los cuales me encontraba yo con cara de niñito curioso. la foto la conservo por ahí, con mucho orgullo”.

Golpe a golpe y verso a verso, como en el poema de Antonio Machado, así transcurrían los días de aquellos años 70 y de los 80. En una vereda, al lado de los poemas estaban los fusiles, y en la de enfrente, otros fusiles, y reglas, incisos, decretos, estados de sitio, persecuciones, torturas, presos, cárceles, papeleos, y un ‘Estatuto de seguridad’ decretado y firmado por el presidente, Julio César Turbay Ayala, que los facultaba a él y a sus fuerzas armadas hacer lo que quisieran en nombre de la seguridad. Colombia seguía en la misma guerra de siempre, con otros nombres y otros apellidos, pero guerra. El M19 prometía paz para después de la guerra, pero para que hubiera paz tendría que haber más guerra, y el gobierno prometía guerra para que hubiera seguridad, pero para que hubiera seguridad tendría que haber más guerra.

“Hoy por hoy, creo que la guerra es muy hijueputa, hermano. Hay la sensación, porque una de las cosas grandes que aprendió uno en el M19 era que al enemigo había que respetarlo. Y había que respetarlo en su dignidad, en su vida, en toda su integridad personal… Pero cuando había un combate, podía ser un hermano, un sobrino, un primo, un amigo, del lado de allá, vestido del Ejército de Colombia, con la misma capacidad bélica que los que estábamos acá, vestidos de guerrilleros del M19, y uno pensaba ‘pobre hombre, su madre, su familia’. Pero igual, o era él o era uno. Tanto que nosotros, en la medida que nos fuera posible, nunca fuimos unos matones de formación, porque nos dolían incluso los muertos del enemigo. En el Páramo de la Virgen, por ejemplo, cogimos unos soldados y suboficiales y se les respetó y se les cuidó al máximo, hasta que se los devolvimos a una comisión”.

Autor: Fernando Araújo Vélez
Fuente: El Espectador

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