Xavier Villaurrutia “se planteó un pretexto que sería predominante en su poesía: la muerte […] Ante la angustia de la muerte, transformada en bella “nostalgia”, el escritor prefería hacer descansar en un mundo privado el drama de saberse perecedero”, apuntó Alí Chumacero. Por su parte Villaurrutia, quien vivió obsesionado por el tema, escribió alguna vez que el hombre “puede echar de menos su muerte, que vive y experimenta en formas muy misteriosas”. Se ha trazado esta fascinación de la poesía Villaurrutia hasta hacerla encontrar con las concepciones aztecas de la muerte, que la identifican con un monumento del movimiento cósmico.
Villaurrutia era un hombre de baja estatura, delgado, elegante en el vestir, de “hermosa voz, grave y fluyendo como un río oscuro”. Su nombre va ligado al de casi todas las empresas culturales emprendidas en México desde mediados de los años veinte hasta su muerte. Por educación y temperamento fue un cosmopolita. “No era un hombre de ideas –Octavio Paz dixit-: era un hombre extraordinariamente inteligente. Incapaz de creer en nada se aisló en un mundo privado, poblado por los fantasmas del erotismo, el sueño y la muerte”
El teatro fue para Villaurrutia otra pasión. En su juventud se esforzó por dar a conocer autores modernos norteamericanos y europeos. Después, en el experimental Teatro de Orientación presentó sus primeras obras: Parece mentira (1933) y ¿En qué piensas? (1934), preámbulo de obras mayores: Invitación a la muerte (1940) y La hiedra (1941), inspiradas en Hamlet y en la Fedra de Racine.
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