Narrar. Contar. Relatar. Todos estos verbos activan ejercicios de la memoria. Desde que el ser humano tuvo conciencia del lenguaje empezó a dejar huella de sus hechos. Imaginemos el día en que un antepasado del homo sapiens, quien andaba con la cabeza agachada, de repente levantó la mirada y sus ojos descubrieron el amplio paisaje; ese nuevo horizonte del mundo tuvo que sorprenderlo, tuvo que haberle generado preguntas, entonces quiso correr donde sus parientes a narrar dicha experiencia. Era nómada, por lo tanto, al siguiente día iría a otros parajes perseguido por los vientos helados o por los caniculares veranos, entonces quiso dejar la huella de su historia, quiso transmitirle a un “otro lejano” la posibilidad de su asombro. Fue de esa manera que talló en el tronco de un árbol los rudimentos del lenguaje escrito.
Narrar es dejar huella de una experiencia individual y colectiva. Narramos para no desaparecer de la memoria de los pueblos. El viejo Chamán que cada noche se sentaba junto a la hoguera a relatar la decadencia y argucias de los dioses, narraba para no olvidar. Contaba los secretos de las plantas. Relataba las hazañas de los antepasados. Hoy lo recuerdo porque él narró, de lo contrario sería cosecha del olvido. La tradición oral, cuya riqueza es base constructora de culturas, también es el soporte fundamental de la literatura, ya lo había dicho Benjamín: “La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en que han abrevado todos los narradores. Y entre ellos, los que han escrito relatos, los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del lenguaje de muchos narradores anónimos” (1961, p. 190). Se narró para evitar la muerte de la experiencia, se contó para sobrevivir en el tiempo de Kairós.
Carlos Arturo Gamboa B.