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La hora de las palabras

Escrito por
Publicado en Diversidad
Visto 3255 veces
14
Jul
2017

«Blindar la paz consiste en remover obstáculos para avanzar hacia ella, como la polarización política, la confrontación política caníbal, de comerse los unos a los otros» Cardenal Rubén Salazar

 

Cuando las armas hablan, las palabras no salen de la boca. Pero a los disparos les precedieron voces de odio. Primero envenenaron el corazón de las gentes y después la tierra arrasada, masacres, cortes de franela en una época, motosierras cortando árboles humanos en otra. Colombia ha sido un gran contenedor de injusticias y de violencia, no ha podido crecer la planta de la igualdad y, mucho menos, la flor de la equidad.

 

Quizás vaya siendo la hora de no matarnos y discutir los asuntos públicos en paz. Es una responsabilidad de la sociedad en su conjunto y de cada uno de nosotros en particular. Pero hay mucha ira mezclada con dolor por tantos crímenes e ignominia producto de la guerra. Debemos salir de estas arenas movedizas o nos hundiremos como pueblo. Cada cual ve culpables a otros de las desgracias del país, pero como dice el texto bíblico: «Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Somos implacables para juzgar a los otros, benevolentes al máximo cuando se trata de nosotros.

 

La guerra pervirtió todo, definió la agenda política entre buenos y malos, rompió los débiles lazos de fraternidad que existían en el campo, oculto más miserias que las que produjo, justificó las bellaquerías de unos y otros, encumbró a líderes que no estuvieron a la altura de su misión y envenenó el alma de muchos compatriotas. Revertir todo ello es una tarea de gigantes que requiere tiempo y una gran disposición del ánimo.

 

Nadie que posea una mínima dosis de sensatez podría sostener que es una mala noticia que los fusiles de las FARC duerman el sueño eterno en los contenedores, que todo ese material hecho para la destrucción se transforme en esculturas que nos recuerden siempre la tragedia de la guerra. Ninguna arma se dispara sola si no hay una voluntad dispuesta a hacerlo. Toda arma tiene un doble rostro. Por ejemplo, las armas sirvieron para expulsar a los nazis del poder y también para “liquidar” millones de inocentes en la Camboya de Pol Pot.

 

Las armas garantizan de modo paradójico, dadas las diferencias humanas, no solo la imposición de regímenes autoritarios, sino también la existencia misma de la democracia. Lo ideal es que no existieran armas y que las diferencias se resolvieran de modo pacífico, pero vuelve la paradoja: ese modo pacífico es posible solo si existe un tercero que lo garantice: El Estado. Y en un Estado de derecho son los jueces los llamados a cumplir esa tercería. Pero ¿quién garantiza que las decisiones de los jueces se cumplan, cuando muchas de ellas implican una situación de hecho como cuando se desaloja a unos ocupantes ilegales de un predio? Una autoridad que hace uso de la fuerza del Estado en nombre de la ley. Por ello la confianza que deposita la sociedad en las instituciones legitimadas, para en casos excepcionales, hacer uso proporcional y justo de la fuerza, es parte indisoluble de la paz social y si se rompe, si la sal se corrompe, se produce, por así decirlo, un regreso al “estado de naturaleza” donde cada cual trata de imponer su fuerza e interés particular.

 

Aquí está la respuesta a los que abogan por un tratamiento diferenciado a los miembros de la fuerza pública dentro de la justicia Especial para la Paz. La guerrilla intentó sin éxito ganarse esa confianza en las zonas donde operó, pero los militares y policías que cometieron crímenes, como los denominados “falsos positivos”, defraudaron la confianza que les había sido otorgada, lo que implica un agravante por la delicada misión defraudada. Unos y otros deben responder por sus actos y asumir las consecuencias que se derivan de ellos en el marco de la justicia transicional.

 

Más de uno critica el Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc por la impunidad que genera al quedar muchos crímenes sin castigo. Pero se les olvida que la mayor fuente de impunidad es la guerra misma, porque en los teatros de operaciones no hay jueces ni fiscales sino la dinámica del combate y la muerte. La guerra se autoalimenta de sus crímenes y llega un momento en que desconoce las mínimas reglas humanitarias y se degrada hasta el punto de barbarie como la que sufrió el pueblo colombiano.

 

Es legítimo que cualquier víctima de la guerra quiera una respuesta de la justicia por la afrenta de que fue objeto. Tiene derecho a conocer la verdad de lo que pasó, a verle el rostro y confrontar a sus victimarios, a que se les se imponga algún tipo de pena, así como a obtener una reparación proporcional al daño causado. También es legítimo que muchas comunidades y grupos sociales afectados por la guerra obtengan una reparación colectiva e integral por parte del Estado, pues con frecuencia, a su propia condición de pobreza y marginalidad, se le sumaron los estragos propios del conflicto armado.

 

Hay que tener cuidado con las metáforas. Ahora las armas serán nuestra palabra dicen los jefes de las “extintas” Farc, pero el lenguaje bélico sigue en el aire haciéndole eco a los que desde otras esquinas del espectro político vociferan como si estuviesen disparando. En una discusión cualquiera, uno alza la voz, el otro también, uno grita, el otro también; uno insulta, el otro también, uno agrede, el otro se defiende, se van a las manos o a las armas y muere la palabra.

 

La violencia multiplica, la palabra suma, cada una tiene su propio tiempo y no hay que confundirlos. Es la diferencia que hay entre un juicio justo y un linchamiento. En el primero hay una acusación a una persona, un debate probatorio, el ejercicio del derecho defensa, y si es oída y vencida en juicio, se le puede condenar. En el segundo, la ira, el improperio, la voz ahogada, el puño, la patada reemplazan toda garantía y el desdichado está condenado de antemano.

 

No hay que engañarnos creyendo que sobre los responsables políticos y líderes de opinión recae toda la culpa del clima de crispación y pesimismo. Es cierto que ante la falta de argumentos se impone la mentira repetida, que el insulto se ha convertido en una táctica política que oculta los verdaderos intereses de una elite anclada en el pasado de sus ideas y en el presente de sus privilegios. Pero sabemos que el insulto se desvanece pronto si no hay una caja de resonancia que lo amplifique, si no hay unos oídos dispuestos a oírlo, unas manos listas a aplaudirlo.

 

No es un secreto y es una experiencia diaria en la vida colombiana: el que más grita y vocifera casi nunca tiene la razón, el que se cuela en una fila es el más agresivo, el que atropella los derechos de otro, alza la voz como si estuviese reclamando una injusticia. Pero no siempre se puede ofrecer la otra mejilla en un país de tantos privilegios odiosos, hay un terreno fértil para el grito ante la impotencia de muchas personas para hacer valer sus derechos.

 

La paz con las Farc es una oportunidad para erradicar el crimen político de la historia colombiana: la llave maestra que abre las puertas hacia una verdadera democracia, pues nos estaría diciendo que en esta tierra macondiana hay un lugar para todos, que independientemente de la idea de país que se tenga, esa voz y esa mirada no pueden ser ahogadas por la violencia y la intolerancia.

 

Es un deber ético y ciudadano aislar las voces groseras, los llamados al odio, a los guerreristas de oficio, a los anunciadores de catástrofes. La agenda política no la pueden imponer esos sectores, fundados en la lógica del miedo y la división social, pues sería triste y trágico para un pueblo tan sufrido como el nuestro, que fuera arrastrado una vez más en la historia hacia despeñaderos de barbarie y miseria.

 

Los conflictos están vivos en una sociedad tan desigual como la colombiana. Solucionarlos es parte del juego democrático y esa debería ser la principal tarea de la política. Hay demasiados problemas concretos en la vida de las gentes que no dan espera (empleo, salud, educación, posibilidades humanas, etc.). Los ciudadanos quieren más pan y menos circo, pues el desprestigio de la clase política está íntimamente ligado a su incapacidad de trasmitirles a las personas del común una mínima confianza de que sus intereses están representados por ella, a su conducta reiterada de no tocar sus propios privilegios, a la costumbre de muchos de sus miembros de meter la mano en el bolsillo del erario público.

 

Las armas han callado y su silencio permite ver y oír la desolación que han causado. Como un paciente que despierta de la anestesia el dolor se posesiona del cuerpo y empieza a darse cuenta de lo que ha pasado. En el futuro inmediato hay muchas cosas por hacer y hay que hacerlas bien y de buena voluntad. Las víctimas necesitan hacer su duelo de la mano de la justicia, los victimarios deben reconocer sus crímenes y repararlos.

 

Las armas han callado y ya se empiezan a ver los frutos de su mudez: soldados mutilados no han vuelto a las urgencias de los hospitales, madres que han dejado de ir a la morgue a buscar a sus hijos, un velo de temor se corre y comienzan a verse problemas que la guerra ocultó.

 

Es la hora de las palabras.

 

Autor: Héctor Peña Díaz
Fuente: Fundación Solo Democracia

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